sábado, abril 14, 2007

Crítica: El mercader de Venecia

Le damos un 7,5

Un buen texto y una correcta interpretación son suficientes para sustentar una obra de teatro como ésta: entretenida, correcta y sugerente.

En la sala oscura se hacen la luz y el canto, es la puerta de entrada a un terreno fantaseado. Nuestra visita dura poco más de una hora, el tiempo justo para conocer la adaptación de una suerte de drama histórico ambientado en la poderosa Serenísima de siglos atrás, donde unos personajes se debaten entre la amistad incondicional y el deseo de poseer al ser querido.

Sin hacer apología del 'todo vale', la simpática versión del texto nos ha llegado tras el trabajo de limar el grueso de la trama y eliminar personajes innecesarios al optar por explotar una única línea argumental. Eso, además de una limpieza en la escenografía, pone de manifiesto que la palabra es la auténtica protagonista de este y muchos otros clásicos.

Por el camino, y en un intento por hacer accesible el montaje, se han quedado cuestiones interesantes como la doble moral de los cristianos venecianos en relación al poder económico, y los tintes pedagógicos, otorgando importancia a las tramas amorosas y las situaciones no exentas de comicidad, como el asunto del cuarto de libra de carne que a más de uno trae en vilo.

Modernizado el lenguaje y descartado lo superfluo –en función de la línea a seguir-, resulta acertado el tono elegido para trasladarnos a una sociedad imaginable dominada por el amor –que triunfa sobre el dinero- y donde el humor pesa sobre el drama. Quizás sin pretenderlo en exceso, Shakespeare perfila de manera irónica un retrato de la usura con el que quiso caricaturizar al arquetipo judío.

En su nueva visita a la Perla del Adriático, después de presentarnos a Otelo, el dramaturgo se nos presenta un tanto burlón y tan aficionado a los enredos como siempre. Se nos antoja más banal y cercano, sin dilemas desmesurados, a medio camino entre las tragedias como Macbeth y Hamlet y la comedia de El sueño de una noche de verano.

La gente de Lagrada evoca la emoción con la que uno se enfrentaba a sus primeras obras de teatro, siempre como espectador: con pocos medios y mucho empeño, compañías sin más respaldo económico que el de unos pocos locos amantes de la escena, lograban que nos olvidásemos del mundo por una horas y eso, sin ayuda de grandes fastos y barrocas algarabías, tiene mérito.

Y un apunte extra teatral: no crean que la crítica es positiva por lazos familiares con el director: puede que seamos parientes muy, muy lejanos, pero lo cierto es que ni él ni yo nos ponemos cara. Conste.

Texto escrito por Daniel Galindo y publicado en LaNetro.com.

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