Director: Eduardo Bazo
Intérpretes: Emilio Gutiérrez Caba, Jorge de Juan
Le damos un 7
Hay matrimonios entre textos e intérpretes que duran mucho tiempo. Son montajes que no podemos desvincular de una figura: Cinco horas con Mario, Lola Herrera; Informe para una academia, José Luis Gómez...
También se da el caso de que hay actores que elevan la calidad de una obra. Eso ocurre con Emilio Gutiérrez-Caba en La mujer de negro. Su participación era el principal reclamo de este montaje, algo que se confirmó después, a pesar de la correcta puesta en escena y el envoltorio de la pieza.
De su argumento no hablaremos por no eliminar el interés, sólo diremos que estamos ante una historia de fantasmas típicamente británica. Nos quedaremos con la forma y los ingredientes, medidos para captar la atención. Con un ritmo compensado vamos descubriendo una narración sinuosa, menos directa y así, más abierta a la sorpresa; los actores, al igual que los técnicos de iluminación, salvan lo rudimentario de ciertos efectos... Otra cosa es la mixtura que resulta. Esto es como una mayonesa o un gazpacho: unas veces sale mejor, otras peor, pero casi siempre no es culpa del cocinillas sino de la materia prima, el recipiente sobre el que presenta e incluso el comensal que degusta el plato.
La obra es una adaptación de una novela de Susan Hill, amante de las historias de fantasmas contemporánea a Stephen King y, como él, heredera de las tesis de maestros de la talla de Lovecraft y Poe. Las versiones cinematográficas de King han conseguido aterrar a medio mundo; Hill logra lo propio también sobre las tablas, muy loable por tratarse de un género menos representado, pero el público, que encumbra montajes, también derriba mitos.
Quería pasar miedo en el teatro. Quizás las expectativas creadas llevaron a que me quedase en ascuas. Esta obra giró por España con éxito hace más de 5 años: era otra producción, pero los mismos actores. Ya se sabe que si alaban algo por lo general vamos predispuestos a ser más críticos. A esto sumamos cierta escasez de sutileza en los planteamientos –se debe mostrar menos y sugerir más-, el exceso de protagonismo del sonido –de cerrar los ojos estaríamos ante una dramatización radiofónica- y la inestimable colaboración de un grueso de espectadores poco respetuoso: que si móviles conectados, que si papelitos de caramelo, que si comentarios en voz alta...
He de reconocer que mis compañeros de butaca disfrutaron, aunque no sé si se llegaron a asustarse, el fin de este cuento de terror. Durante cerca de dos horas sólo pensaba en lo difícil que resulta que se den las circunstancias propicias para que surja el amor, o el miedo en este caso, entre el espectador y el hecho teatral. Ahora bien, cuando se enciende ese sentimiento ni el tiempo lo puede consumir.
Texto escrito por Daniel Galindo y publicado en LaNetro.com.
sábado, mayo 05, 2007
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